2666, Soledad.

Pocos días antes de que Sergio González apareciera por Santa Teresa, Juan de Dios Martínez y Elvira Campos se fueron a la cama. Esto no es nada serio, le advirtió la directora al judicial, no quiero que te hagas una falsa idea de nuestra relación. Juan de Dios Martínez le aseguró que sería ella la que pusiera los límites y el se limitaría a respetar sus decisiones. Para la directora el primer encuentro fue satisfactorio. Cuando volvieron a verse, al cabo de quince días, el resultado fue aún mejor. A veces era él quien la llamaba, generalmente por la tarde, cuando ella aún estaba en el centro psiquiátrico, y hablaban durante cinco minutos, a veces diez, sobre lo que les había ocurrido durante el día. Era cuando ella lo llamaba cuando concertaban las citas, siempre en casa de Elvira, un departamento nuevo en la colonia Michoacán, en una calle de casas de clase media alta donde vivían médicos y abogados, varios dentistas y uno o dos profesores universitarios. Los encuentros estaban cortados por un mismo patrón. El judicial dejaba su coche estacionado en la acera, subía en ascensor, en donde aprovechaba para mirarse en el espejo y comprobar que su aspecto era, dentro de sus limitaciones, que él era el primero en enumerar de corrido, intachable y luego daba un timbrazo corto en la puerta de la directora. Ésta le abría, se saludaban con un apretón de manos o sin tocarse, y acto seguido se tomaban una copa sentados en la sala, observando las montañas del este que se iban ensombreciendo a través de las puertas de cristal que comunicaban con la amplia terraza en donde, además de un par de sillas de madera y lona y una sombrilla a esas horas plegada, sólo había una bicicleta estática gris acero. Después, sin preámbulos, se iban al dormitorio y se dedicaban a hacer el amor durante tres horas. Cuando acababan la directora se ponía una bata de seda, de color negro, y se encerraba en la ducha. Al salir Juan de Dios ya estaba vestido, sentado en la sala, observando no las montañas sino las estrellas que se veían desde la terraza. El silencio era total. A veces, en el jardín de alguna de las casas vecinas, se celebraba una fiesta y ellos contemplaban las luces y la gente que caminaba o se abrazaba junto a la piscina o que entraba y salía, como guiada únicamente por el azar, de los entoldados montados para la ocasión o de las glorietas de madera y hierro. La directora no hablaba y Juan de Dios Martínez se aguantaba las ganas que sentía a veces de largarse a hacer preguntas o de contarle cosas de su vida que no le había contado a nadie. Después ella le recordaba, como si se lo hubiera pedido él, que tenía que marcharse y el judicial decía es cierto o miraba inútilmente la hora en su reloj y acto seguido se iba. Al cabo de quince días volvían a encontrarse y todo transcurría idéntico a la última vez. Por supuesto, no siempre había fiestas en las casas vecinas y en ocasiones la directora no podía o no quería beber, pero las luces tenues siempre eran las mismas, la ducha siempre se repetía, los atardeceres y las montañas no cambiaban, las estrellas eran las mismas.

Roberto Bolaño, 2666.

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